Había comenzado la espantosa rutina de la crucifixión. Morir crucificado era la muerte más terrible y cruel imaginada por los hombres para vengarse de su prójimo. Tres etapas debían atravesar los reos que estaban condenados a morir en la cruz:
1.- Los azotes previos. El azote romano era una tortura horrible. Se desvestía a la víctima, se le ataban las manos atrás y lo colgaban a un poste con la espalda doblada y expuesta al azote. El látigo era una larga lonja de cuero a lo largo de la cual había trozos de huesos afilados y bolas de plomo. Después de los azotes, el cuerpo mostraba heridas inflamadas y sangrantes. Algunos morían por los azotes, otros perdían la razón, y eran pocos los que permanecían conscientes después de haberlos recibidos.
2.- La larga caminata hacia la crucifixión. Después de azotarlo, entregaron a Jesús a los soldados, que se burlaron antes de comenzar la travesía. Jesús fue ubicado en medio de un cuadrado vacío formado por soldados. La costumbre era que cargara el leño horizontal de su propia cruz. El cargo por el cual se lo condenaba se escribía sobre una madera y lo llevaba un soldado delante de la procesión y luego se lo fijaba la cruz. Se llevaba al criminal por el camino más largo posible para que lo viera la mayor cantidad de gente y la escena les sirviera de advertencia.
3.- La crucifixión propiamente dicha. Una vez llegado al lugar, la cruz se la colocaba acostada en el suelo. Jesús fue extendido sobre ella y le clavaron las manos. Entre las piernas del prisionero se ponía un trozo de madera denominado silla de montar, que sostenía su peso cuando se levantaba la cruz, de lo contrario los clavos desgarraban la carne de las manos. Se levantaba la cruz con la persona que ya se había convertido en una masa sangrante, se la colocaba en un hoyo, y se dejaba morir al reo de hambre, sed, dolor, incapaz de defenderse siquiera de la tortura de las moscas o insectos que se posaban en sus heridas.
No es una imagen agradable, pero así fue como murió Jesús voluntariamente por cada uno de nosotros.
¿Para qué tanto sacrificio? ¿Cuál es la razón para tanta agonía? ¿De qué me sirve a mí, en pleno siglo XXI, toda esta historia?
Dios me enseña en
a).- El perdón de mis pecados. Pecados que atacan la conciencia y no dejan vivir en plenitud.
b).- La sanidad de mis enfermedades. Enfermedades físicas, psíquicas y espirituales. Porque por las llagas de Jesús hemos sido curados.
c).- La paz tan anhelada. Esa paz que no depende de las circunstancias que me rodean. Es una paz que brota de adentro hacia fuera.
d).- La libertad de mis rebeliones. Rebeldías que me esclavizan, que atan el corazón.
¡Esta Pascua puede ser distinta para usted y su familia! Puede tener un sentido muy especial para su vida. Puede cambiarle radicalmente para que empiece a disfrutar la vida verdaderamente. Sólo debe creer en Jesús como Aquél que murió y resucitó por usted. Invitarlo a su corazón a través de una sencilla oración de fe. Decirle: -“Jesús, te necesito. Me entrego a ti para que me perdones, sanes, me ayudes a vivir una vida que valga la pena ser vivida. Te recibo por fe”.
¡Muy Feliz Pascua con Cristo en el corazón!