Fuente: Diario Olé
Lisandro López fue Lichi en tiempos de florecimiento, de pétalos que auguraban la presencia de un diamante en bruto, de ilusiones fundadas. Previo a que su nombre se metiera en el fútbol grande de la Argentina y a nivel mundial, con el roce que le brindaron sus muy brillantes pasos -principalmente- por el Porto y el Lyon, el pibe comenzó a dibujar su propio paisaje con la pelota como pincel distinguido. Con la camiseta de su amado Jorge Newbery, en Rojas, era capaz de apilar rivales, de dejar una estela a pura velocidad cada vez que encaraba, de romper arcos con las dos piernas, de elevarse para imponerse de cabeza o, como lo hizo una vez, ensayar una tijera y clavarla en un ángulo tras un centro. Todavía parece haber quedado suspendida en el aire esa pirueta por aquellos pagos, a 240 kilómetros de Buenos Aires.
El hoy ídolo de la Academia heredó la vocación goleadora de su papá. Miguel era un artillero insaciable que también jugó en Newbery e integró la selección de esa ciudad. Pero una grave lesión de rodilla lo alejó de la redonda. Pocos meses después de su retiro, en el mismo año, nacería Lichi. Y Lichi, claro, lo superaría largamente a su papá con su talento. Sus condiciones rápidamente quedarían puestas en evidencia. Nacido el 2 de marzo de 1983, Lisandro llevó todo su potencial a Newbery cuando tenía 15 años. Recorría unos 21 kilómetros tres veces por semana desde Rafael Obligado, su pueblo, para entrenarse en Rojas. Era tan bueno que en una etapa llegó a lucirse en tres categorías, incluida la mayor. Ninguna quería prescindir del chico que avasallaba, que dejaba a cautivaba a todos por su guapeza frente a rivales de mayor edad, movilidad, diagonales, desfachatez... Asomaba un crack.
“Un sábado había metido goles en la Quinta, su división. Al día siguiente, en Tercera... Ese mismo domingo lo puse en Primera, a la tarde. Entró y mojó. Hizo nueve goles en dos días...”. Quien narra esta historia, como si todavía estuviera sorprendido, es Guillermo Rosset, el hombre que lo dirigió en aquel equipo aplastante, ganador de un torneo local y de la Interliga. Lisandro generaba admiración y también desconcierto en aquellos primeros pasos. Era una confusión para propios y ajenos, situación particular que vivió el arquero de su equipo en una práctica. “Tenía un pibe que era impresionante lo que atajaba. Una tarde -evoca su ex entrenador- le hice patear diez tiros a Licha, cinco con una pierna y cinco con la otra. Al rato viene el arquero y me preguntó: ‘Che, ¿este pendejo qué mierda es, zurdo o derecho?’. Le contesté: ‘¿Viste lo que es?’ Era una cosa de locos. Igual que ahora, pero con menos años. Lo protegían los compañeros más grandes”.
Ya desde la Tercera, donde también fue campeón, Lichi dejaba en ridículos a todos, incluso a esos muchachos que le llevaban muchos almanaques de ventaja en el tiempo. Sin darse cuenta de sus enormes condiciones, autoexigente como pocos y cabrón ya desde pequeño. Los hinchas iban a ver a ese flaquito explosivo que “les pintaba la cara a todos”, según cuentan desde aquellos pagos. No podían frenarlo con la pelota y sin ella. La visión de juego, innata, iba de la mano de su poder de fuego en el área y permitía que lo utilizaran arrancando desde atrás. Como le sigue gustando a sus 37 pirulos. “Conmigo no siempre era delantero. A veces lo ponía de enganche cuando salíamos con tres arriba; siempre me gustó el fútbol ofensivo”, dice Rosset, un campechano simpático y entrador.
Pero ese camino no siempre fue libre de contratiempos. Luego de una aventura que emprendió en su vida deportiva, seguida de un viaje de egresados, le hicieron sentir el rigor. Nadie imaginaba que la primera de esas excursiones marcaría su futuro como profesional. Tampoco su ex entrenador: “Un miércoles me avisó que se iba a los Torneos Bonaerenses. Y me adelantó que, igual, quería estar en la final contra Barracas de Colón, en la final de la Interliga. ´Quiero saber si cuando vuelvo, voy a jugar’, me planteó. ‘No sé, veremos”, le contesté. A eso se le sumó que después se fue de joda a Bariloche, en el fin de curso. Así que lo llevé al banco... Tenía una cara de culo...”. ¿Y qué pasó? El talento de Lisandro dio la nota: en ese duelo crucial, ingresó en el segundo período y anotó. Fue empate 3-3 y título para Jorge Newbery en diciembre de 2000.
El año pasado, Licha le envió su casaca de Racing a Rosset, persona que adora. Y le escribió, vía WhatsApp, un mensaje que ratificó su sensibilidad y gratitud hacia quienes alguna vez lo ayudaron: “A pesar de que me dejaste afuera de aquella final, hijo de puta, te sigo queriendo... Y nunca me olvido de vos”. Su ex conductor hoy celebra que el atacante haya ido a esos Torneos Bonaerenses. Gracias a eso lo detectó Miguel Micó (autoridad de Inferiores en ese entonces) y, posteriormente, en 2001, lo incorporó a la Academia.
Invitado por el ídolo de Racing, Rosset estuvo en el Cilindro en 2019, ante Estudiantes. Sin embargo, no pudo ir a visitarlo al vestuario: “Lloré muchísimo de emoción cuando me mandó las entradas. No quise ir a verlo al vestuario porque hace un tiempo tuve un ACV muy grande y tuve miedo de que tanta emoción me perjudicara”. Hoy aquel Lichi es Licha. Lisandro López es un ejemplo de compromiso, profesionalismo. Así, el capitán, fue campeón con Racing. Conserva el espíritu amateur de pibe, el hambre de más gloria y la humildad grabada a fuego.