Desde
su llegada a la Casa Rosada en 2003, tanto Néstor Kirchner como Cristina
Fernández, recuperando la soberanía política, enarbolaron la bandera de mejorar
la distribución del ingreso para beneficiar a los sectores populares, que
habían sido los más afectados por las políticas neoliberales que estallaron en
2001.
La
lista de medidas adoptadas para lograr una mayor equidad social es muy amplia,
constituyen verdaderas políticas de Estado y tiene como hitos centrales la
Asignación Universal por Hijo, la movilidad anual jubilatoria, la incorporación
de más de 2 millones de jubilados al sistema, el programa Conectar-Igualdad y
ahora el Programa Progresar anunciado el miércoles 22 de enero por la
Presidenta y dedicado a sectores jóvenes vulnerables en extremo (“los hijos del
neoliberalismo”) para que puedan estudiar y tener un proyecto de vida.
Es
esta una lista incompleta pero que refleja claramente esa decisión política de
alcanzar una distribución más justa de la riqueza que se genera en nuestro
país, en un contexto donde los sectores concentrados de poder buscan por todos
los medios evitar esa transferencia de recursos.
Para
lograrlo los poderes fácticos (las corporaciones) tienen por estrategia tres
líneas principales: la desestabilización económica, la erosión de los apoyos
gubernamentales y el desorden en la calle (“la inseguridad”).
Las
tres líneas se suceden amplificadas por
la prensa hegemónica y convergen en un punto imaginario, el de la creación de
un clima de absoluta ingobernabilidad. Es en este contexto destituyente se
desarrolló el jueves 23 de enero una millonaria maniobra especulativa por parte
de la corporación petrolera holandesa, comprando dólares a un precio muy
superior al de mercado, a través de los bancos City, Francés y HSBC, poniendo
así un precio de referencia para impulsar la escalada del dólar, provocando la
fuerte devaluación del peso y dar un golpe de mercado, en consonancia con
actores locales que especulan con la liquidación de exportaciones.
Con
este proceder, las corporaciones proponen que la suerte del poder (y el destino
de los argentinos) se dirima en el campo financiero, con las reglas que ellos
imponen tal como sucedió en 1975-1976 (Rodrigazo y dictadura), en 1989
(Hiperinflación) y 2001 (quiebre de la convertibilidad y pesificación
asimétrica), por lo tanto el debate en la Argentina actual es mucho más que tal
o cual medida económica, parcial o sectorial. Lo que vuelve a estar en cuestión
es definir quien toma las decisiones, si es el poder político elegido por la
voluntad popular o si lo hacen las corporaciones. Y según quien tome las
decisiones quedará determinado cuales demandas sociales se atenderán y cuáles
no, quienes deben ser beneficiados y quiénes no.
A
diferencia de lo sucedido en 1975-76, 1989 y 2001, el gobierno nacional ostenta
la voluntad política, ya bastante extendida en el tiempo, de mantener no solo
un rumbo político sino también un discurso que no hace concesiones en las
cuestiones cardinales que conciernen a ese rumbo.
La
potencia del proyecto político que empezó en 2003, el peso estructural de sus
acciones y el acompañamiento de los militantes populares, expresan muy claramente
esa voluntad política de no entregar el timón de las decisiones a los poderosos
intereses que fogonean la inestabilidad.
Este
proyecto político que ha transformado a la Argentina en la última década, no da
un solo paso atrás. Porque el futuro sigue siendo una patria para todos y no
una Patria para unos pocos privilegiados que quieren imponer la hegemonía de
sus capitales sometiendo al poder político que es la representación legitima de
la voluntad del pueblo.